Solía pasar junto a ese banco dos
veces al día y habitualmente me llamaba la atención su escasa utilidad. Jamás había visto a nadie sentado en él, como si despreciaran su incomodo asiento
mientras se hacinaban en los restantes bancos del parque. De repente, sentí una
irrefrenable sensación de solidaridad hacia la soledad ajena, quizá fuera porque
los nudos de la madera eran como ojos tristes, o sencillamente por mi vocación
de abogado de pleitos pobres, vaya usted a saber, el caso es que me senté, así,
sin más, eludiendo presentaciones. Al principio su acogida fue dura, fría y ligeramente
áspera, como la de una amante contrariada. Pero según pasaban los minutos, mientras yo lanzaba miradas sonrientes a los paseantes para que imitaran mi gesto
compasivo, se fue haciendo más confortable, cómodo, incluso podría asegurar que
extrañamente cariñoso. Me fui relajando con la ternura que me proponía y que no
dudé en aceptar, hasta tal punto, que no tardé en quedarme dormido
Llegué a casa tres hora más
tarde que de costumbre y, aunque no era lógico, no había nadie. Sólo me
encontré con una escueta nota de mi mujer sobre la mesa: “Lo siento, es lo mejor para los dos. Adiós”.
Todavía me pregunto que habría
sucedido en mi vida si hubiera llegado a la hora de siempre. Nunca he vuelto a
ver ese banco; por más pesquisas que he hecho nadie ha conseguido darme razón
de su paradero, pero no pienso cejar en el empeño. Metódicamente visito casa
día un parque diferente por si lo han trasladado a otro lugar donde fuera más
necesaria su oferta de descanso. Por cierto, ahora que lo pienso, tampoco he
vuelto a ver a mi mujer.
Muy bueno Alfredo
ResponderEliminarGracias, Ricardo. Un abrazo.
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