Bien pasada la tarde llegó hasta él una mujer pequeña,
con la nariz afilada y la piel pegada a los huesos, llevaba del brazo a un
hombre de mirada perdida, con el rostro tatuado de arrugas profundas que
necesitaban un planchado para formar una cara agradable. Se llamaba Enrique Selfa , había sido
pescador, ahora sólo era un sueño imposible.
.- Ayúdelo. – Dijo la mujer con la desesperación de
quien aguarda el retorno de alguien que nunca se ha ido.
Enrique se sentó en el sillón sin la esperanza de
volver de donde nunca había estado. Amadeo agarró sus manos nervudas y fijó sus
ojos en unas pupilas opacas que negaban la alegría. Sólo tardó
unos segundos en situarse en otros tiempos, en otras noches, aunque la luna
seguía siendo la misma.
El Soñador Ajeno.
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