Me había pasado toda la
mañana intranquilo, con una sensación extraña de que no recordaba algo
importante, vital. No conseguía
centrarme en la entrevista de trabajo y continuamente me palpaba los bolsillos
buscando un detalle que me diera una pista. Fue inútil. Cuando llegué a casa la
impresión se acrecentó y sin dudarlo me fui corriendo a la cajita de ébano de
Ceylán que guardo en el primer cajón de la mesilla. Al abrirla sentí una
sacudida, una conmoción que ascendió como un torrente impetuoso desde el
corazón hasta la cabeza. No estaba. Me lo habían robado. ¡Me habían robado mi
futuro! Exclamé con un grito de dolor que me clavó miles de alfileres en las
sienes.
Intenté serenarme
controlando la respiración como me enseñaron en las clases de yoga. Quizá la
última vez que lo repasé, sin darme cuenta, lo había guardado en otro lugar.
Miré en el mueble chino donde dejo los boletos de la primitiva, en el
secreter entre los sueños profesionales, en el arcón del dormitorio junto a los juguetes de látex; el resultado
siempre fue el mismo, nada, ni rastro de mi futuro. Desesperado, hundido, con
el alma más atea que nunca, me fui al baño para refrescarme la cara. Entonces,
al mirarme en el espejo del lavabo, observé otra horrible noticia: ¡Tenía un
pelo en una oreja! Ofuscado por el hurto y humillado por ese signo de temprana decrepitud,
lo agarré sin miramientos y tiré de él con fuerza. El pelo sobresalió una
cuarta pero seguía balanceándose con insolencia, riéndose de mi desgracia.
Tiré, y tiré, y tiré, y cuando me quise dar cuenta me había destejido la oreja
como un jersey de rebajas. Sólo me quedaba la mitad del lóbulo y un pelo largo
que colgaba como un pecado inconfesable hasta acunarse en el suelo. Ahí me
derrumbé.
Un soltero, sin una
oreja y sin futuro. Antes de llamar a mi madre llegué a sopesar la opción del
suicidio. Mi madre, como todas las madres, siempre tiene soluciones para las
desgracias. Me hizo una madeja con el pelo y me la pegó a lo que quedaba del
lóbulo con una tirita para que aguantase mientras buscábamos el futuro por toda
la casa. “Se puede tener un hijo sin oreja, pero sin futuro…” los puntos
suspensivos se me clavaron como una daga porque denotaban que me hacía
responsable del robo. Sin ninguna muestra de cariño se remangó la rebeca para
poner la casa patas arriba, y no es una metáfora. Los vecinos del piso de
arriba protestaron porque durante unos minutos estuvieron viviendo en el
sótano. Rebuscó en el congelador ya que, según ella, en las últimas semanas me
sentía muy frío. Rastreó en el armario de la habitación hasta encontrar una
caja de preservativos caducada. Cuando iba a tirarla avergonzado, no por su
hallazgo sino por no haberla estrenado, me la quitó de la mano. “Trae, estos
los puede usar tu padre con la guarra del segundo”. Ante el resultado
infructuoso de la búsqueda, me sacudió un pescozón. “Anda, tira para
urgencias”.
En el hospital la situación empeoró
considerablemente. Con los recortes en sanidad no había ningún médico
disponible, y me atendió un curandero peruano que trabajaba en el servicio de
limpieza pero que, dada la escasez de personal, había montado una consulta
privada en el hueco de las escaleras. Sus palabras no pudieron ser más
desalentadoras. “Esto son los síntomas del estrés por haber perdido el futuro.
Sólo se arregla con cirugía plástica y no la cubre la seguridad social, pero mi
mujer teje unas rebecas preciosas, le puede hacer una oreja de ganchillo, es fresquito
en verano y caliente en invierno. Tenga, por si se decide”. Me dio una tarjeta
y se fue a atender a otro paciente al que se le había salido el corazón por la
boca con el susto de quedarse sin futuro.
Mientras me decidía por
la oreja de ganchillo sencilla, a un sólo color, o por la de luxe, con motivos
peruanos, nos fuimos a comisaría a presentar una denuncia por el robo. Mi madre
se agarró con desesperación a mi brazo al observar la cola de personas extrañas
que había unos quinientos metros antes de llegar. Uno llevaba un pie en la mano
y apoyaba el muñón en una guía de teléfonos, otro llevaba dos tiritas de celofán en los
ojos para que no se le cayeran, un pobre
anciano llevaba a toda su familia subida a la espalda y no podían separarse, lo
llamaban el síndrome del siamés en paro. “¡Te la dejo barata!”, gritó un cachondo
cuando pasé por su lado, a él le había salido una oreja en la frente.
El policía que nos
atendió con displicencia me dio fecha para presentar la denuncia; debía volver
el uno de Mayo, el significado de la fecha me dolió más que la lejanía, éramos
casi diez millones de víctimas y resultaba imposible que todas presentáramos la
denuncia al mismo tiempo. La cola que había fuera era de los desgraciados que
tenían que presentarla hoy. Tras una regañina por haberme dejado robar el
futuro, nos echó a cajas destempladas pidiendo que no le hiciéramos corrillos.
Al llegar a casa mi madre
se echó a llorar desesperada. Con lo que había trabajado toda su vida y ahora
le robaban el futuro a su hijo. Calmé la rabia fundiéndome con ella en un
abrazo para absorber su sufrimiento, su indignación, su dolor; y en ese
instante sentí que una energía especial me recorría todo el cuerpo, que el miedo se había desvanecido, que ya no tenía nada que perder. Me quité la tirita y permití
que la madeja del pelo se desenrollase y cayera hasta el suelo. Después lo
corté. Se habían acabado los parches.
Me dirigí al congreso de los imputados en
silencio, y en silencio me senté frente a los leones. No habían pasado ni dos
minutos cuando una anciana apoyó su mano en mi hombro y se sentó a mi lado. A
continuación fue un padre con sus hijos, y más tarde un abuelo con sus nietos. La
gente que pasaba por allí nos veía en silencio y se iba sentando en la acera,
respetando nuestra indignación y sumando la suya sin necesidad de cruzar unas
palabras. Cuando nos quisimos dar cuenta ocupábamos toda la calle hasta a la
plaza de Neptuno. Entonces llegaron los antidisturbios con toda su
parafernalia, se bajaron de los furgones armados para una guerra en la que se
habían equivocado de enemigo, y parapetando su vergüenza en los cascos nos
miraron a los ojos. Uno de ellos, que no soportó más injusticias, tiró el
escudo al suelo y, tras hacerme un gesto compasivo por lo de mi oreja, se hizo
un hueco a mi lado. El resto miró desconcertado al sargento sin saber qué
hacer. Por su emisora de radio escuchamos que las personas sentadas llegaban
hasta la plaza de Cibeles, y que un arroyo de silentes bajaba por la Castellana.
El Sargento imitó a su compañero y dejó todos sus pertrechos en el suelo antes
de sentarse. Fue sorprendente que a partir de ese momento, se dejaron de
escuchar ruidos de motores o voces, y empezamos a relajarnos con el canto de
los pájaros en pleno centro de Madrid.
Estuvimos dos días sentados.
Más de treinta millones de personas en
diferentes ciudades pararon cualquier actividad para ofrecer su silencio como
repudio ante el atraco que nos habían hecho a todos. Dimitieron políticos,
jueces, sindicalistas, los corruptos fueron a la cárcel y tuvieron que devolver
cada euro robado. Nos quisieron echar de la eurozona por las medidas adoptadas
pero, contagiados por nuestro impulso, los ciudadanos del resto de países repitieron
la misma estrategia.
El pueblo había sido
capaz de recuperar su futuro.
Ah, se me olvidaba. Yo
me puse la oreja de luxe, con motivos peruanos, y debo reconocer que me
favorece. Hasta he encontrado trabajo en una tienda de ropa de punto.
Si hay algo que me gusta es el humor absurdo, y para contar algo tan absurdo como la situación por la que estamos pasando, ojalá el desenlace de nuestros problemas sé resuelvan como el relato. Excelente
ResponderEliminar¡Magnífico! De momento creo que la oreja no la ha perdido nadie. Pero el futuro... ¡Ah, el futuro!
ResponderEliminarMuy Bueno¡¡¡¡ Agradable lectura, Gracias Alfredo Cernuda. Espero que no te olvides de esta pequeña Colombiana, que espera con asías, El libro electrónico de “Una Amante Imperfecta”. Saludes… Bendiciones y Éxitos.
ResponderEliminarMe ha encantado. Que bueno sería que la gente hiciera causa común para luchar por lo que de verdad importa...
ResponderEliminarEl maridaje que haces entre sensibilidad, conciencia y humor es maravilloso. Cojo una copa de vino y brindo por ello. Delicioso!!
Eliminar