Estaba aburrida, no sabía si depilarme las cejas o
dejármelas a lo Groucho Marx. La alarma del móvil me hizo dejar las pinzas con
desgana, mi hermana había escrito una palabra de siete letras en el Apalabrado:
tediosa. No lo dudé, utilizando la d escribí: odio. No era la palabra que me
garantizaba más puntos pero sí la que reflejaba fielmente mis sentimientos en
aquella tarde tan tediosa como mi vida. Odiaba a mi hermana por ganarme
siempre, odiaba mis cejas de banda ancha, y odiaba una soledad que, en lugar de
estimularme, reducía mis sentimientos al significado de aquellas cuatro letras.
Por la ventana se coló el estruendo de una pelea. Dos conductores se insultaban
con saña por una deseada plaza de aparcamiento que observaba con indiferencia
cómo se pegaban por ella. El mundo está
loco –pensé– todo el mundo se odia, como yo. El móvil volvió
a sonar. Cristina había aprovechado mi odio para pluralizarlo y escribir:
aislada. Siete letras, triple de palabra, y un “la madre que te parió” que
mascullé contra la pantalla. Lluvia, comencé a colocar con la lógica apatía que
produce una partida perdida desde mucho antes de comenzarla.
Una ráfaga de viento y agua golpeó en los cristales. El ruido me
sobresaltó, dejé el móvil en la mesa y me acerqué a la ventana. La lluvia
torrencial había expulsado a toda la gente de la calle, incluso a los matones.
La alcantarilla a duras penas conseguía achicar el arroyo que se había formado
en la cuesta. En verano, las tormentas suelen ser… ¡Un momento! En el cielo no
había nubes. ¿Cómo podía llover de ese modo? La alarma volvió a sonar pero esta
vez no me apresuré a cogerlo. Mi cabeza giró consecutivamente del móvil al
cielo huérfano de nubes. ¿Me estaba volviendo loca?
Me aproximé al teléfono hasta alcanzar el juego con la vista, sin atreverme
a tocar el aparato. Mi hermana había escrito: sueña. Me puse tan nerviosa que
ni siquiera la maldecí por colocar la ñ en triple de letra. Debía escoger con
mis fichas una palabra que me sacara de aquella paranoia. F… a… t…n… e…l…e…
repetí las letras varias veces a pesar del aturdimiento. ¡Elefante! No sólo
colocaba las siete letras usando su “e”, sino que además era imposible que un
animal de esas características… que un animal de… ¿Qué? ¿Qué estaba ocurriendo?
Había dejado de llover pero a través de la ventana se filtraba el sonido de multitud de sirenas. Corrí hacia ella y… ¡Joder! ¡No! No, no, no. ¡Aaaah! Un
elefante subía por la calle seguido por su domador, por la policía y un par de
ambulancias. Se había escapado del Circo Mundial de la Vaguada. No puede ser. ¡No
puede ser! Es una coincidencia. Un producto de mi imaginación, como el coche
que se ha empotrado contra el autobús por evitar al paquidermo. Tenía que
relajarme, dejar mi mente en blanco, olvidarme del… Esta vez la alarma del
móvil perforó mis tímpanos con crueldad. Era un sonido macabro, lúgubre, como
el de las trompetas del apocalipsis. ¿Qué habría puesto mi hermana? O lo que es
peor, ¿Qué iba a poner yo a continuación?
Cristina había colocado: vecino. Era imposible prolongar aquél desvarío.
Mis fichas eran todas consonantes y no podía formar ninguna palabra salvo un
monosílabo: mi. Cuando sonó el timbre de la puerta estaba en la cocina bebiendo
un poco de agua para calmarme. Era Alejandro, mi vecino, con esa barba de dos
días que le ensombrecía las mejillas pero que era incapaz de ensombrecer mis
deseos. Quería devolverme un libro que le había prestado y aunque iba con prisa
le convencí para que pasara un segundo. Mientras me contaba el lío que se había
montado en la calle con un elefante, el móvil comenzó a vibrarme en la mano
avisándome de que Cristina había colocado otra palabra. ¡No! Me negué con
rotundidad a la primera idea que se me cruzó por la cabeza. Venía del gimnasio
y una mancha le oscurecía la camiseta a la altura del pecho. ¡No!
También me negué a la segunda, que en realidad era la misma pero más
sofisticada. Estaba deseando subir a su casa para darse una ducha y entre risas
le propuse que se duchara en la mía. ¡Qué sonrisa más bonita tenía el
condenado! Su dentista se merecía un nobel. Mi hermana había colocado: eterno;
al mirar de reojo mis fichas sentí un escalofrío que congeló la risa de
Alejandro en una mueca. ¡Hasta las muecas tenía bonitas! Le pedí que aguardara
un minuto y me fui a la habitación. Podía colocar: ámame. Pero, ¿podía jugar
así con sus sentimientos? ¡Sí! ¡Sí que podía! Lo que no podía era negarme a la
misma tentación tres veces, que eso ya lo hizo un apóstol. En cuanto subí las
fichas al tablero Alejandro irrumpió en la habitación y prácticamente se
arrancó la camiseta.
.- Te quiero. –Dijo con el aliento
entrecortado abalanzándose contra mi cuerpo.
.- ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! –Le corté esquivando un beso– ¿Quién te has creído que
soy? Ni siquiera me has pedido una cita, ¿Tú crees que yo me acuesto con todos
los vecinos? Sube a tu casa y date una ducha. Cuando estés más sereno me llamas
y hablamos.
Recogió la camiseta del suelo y arrastró los pies hasta la puerta. Cuando
oí el ruido del ascensor estrellé el móvil contra la pared para que ninguna
palabra nueva pudiera modificar nuestro destino. Solté un grito de felicidad, y
luego otro, y después otro, hasta que fueron apagados por una duda terrible.
¿Si había roto el móvil cómo me iba a llamar?
Buen relato, Alfredo.
ResponderEliminarGracias, Lola.
ResponderEliminarMe ha encantado este relato, Alfredo. Con tu permiso, lo difundo.
ResponderEliminarGracias, Carmen.
ResponderEliminar