Apoyé
la nuca en la almohada y me fijé en las líneas pálidas que desde la ventana
horadaban la oscuridad de la habitación. Ella dormía plácidamente. Su
respiración llegaba hasta mí con claridad; era como un suspiro alegre que se
ocultaba tras el silencio durante un instante para volver a nacer con la misma
intensidad. Me propuse indagar y adentrarme en el sueño que mantenía la
intermitencia de sus suspiros y, siendo conocedor de sus gustos, rápidamente me
imaginé su cuerpo bronceándose en una playa, una playa desierta de historias en
donde podríamos fabular con nuestros deseos más ocultos. Recordé una fotografía
que tiempo atrás había visto en una agencia de viajes. En ella, las palmeras
saludaban con descaro a las olas que cercaban sus troncos en la pleamar.
Alrededor de la espesa vegetación nadie te hacía participe de su felicidad, por
lo que, evidentemente, la soledad del paraje
lo convertía en el sitio idóneo para vivir cualquier tipo de aventura.
Ella yacía en la arena,
que se adhería a su cuerpo con evidente cariño, no en vano era una mujer
generosa en el termino más carnal que se le pueda añadir a la palabra, y yo la
observaba fijándome en el contorno que aplastaban sus muslos sobre la brillante
superficie. De repente un ruido llamó mi atención; del agua emergía otra mujer,
su piel negra ofrecía cientos de destellos en los que el sol se entretenía con
capricho. Me miró con una amplia sonrisa que llegó a sonrojarme, todo hay que
decirlo, invitándome a esa clase de placeres furtivos que jamás deben
realizarse delante de tu propia esposa por muy oronda que sea y,
sinceramente, la mía lo era. Deseché la
idea con educación e intenté concentrarme en su cuerpo dormido. Ahora la arena
ocultaba parte de sus piernas cubriéndolas con ligeras costras amarillentas,
misión difícil para esas minúsculas partículas dado el desmesurado tamaño que
regalaba a cualquier pupila distraída la circunferencia de sus muslos.
La tentación continuaba a escasos metros
de mí, se acariciaba con suavidad
pretendiendo desprenderse de las últimas gotas. Sus pechos erguidos desafiaban
con insolencia a la gravedad y yo, viendo como la humedad se deslizaba por su
cuello negándose a abandonarla, sentí que algo en mí también se deslizaba hacia
su propio sueño. Mi mujer, medio sepultada, seguía entregada a la inconsciencia
y más que respirar, roncaba.
Siempre
he odiado que alguien ronque a mi lado, ese gruñido, que se acompaña de un
ligero silbido para subrayar su tranquilidad y apartarte miserablemente de su
lado, impide que me concentre en cualquier tarea. No obstante, cuando la autora
de esa sinfonía desagradable es tu mujer, debes escucharla con cierta
comprensión. En esos casos yo suelo establecer pautas que me ayudan a soportarlo.
Por ejemplo: comparo el ruido con ciertas melodías que me son afines. Mi mujer
emitía un sonido que podría compararse con el bolero de Rabel, continuo,
monocorde, aburrido. Mientras buscaba la comprensión necesaria para obviar sus
rugidos volví a mirar hacia la lujuria. Sus caderas habían iniciado un baile
obsceno realmente encantador. Todo su cuerpo giraba frenéticamente al tiempo
que lanzaba sus brazos hacia mí rogando que me refugiara en ellos. Pero en sus
movimientos había algo extraño que comenzó a inquietarme. La escena no era tan
perfecta como cabría esperar, algo ajeno a mis deseos la distorsionaba
cruelmente. Por fin logré descubrí lo que ocurría. El ritmo que marcaba mi
mujer con sus graznidos, no sólo no acentuaba la danza sino que la entorpecía dificultando su
belleza. Entonces me di cuenta de que a mí nunca me había gustado el bolero de
Rabel y de que era inútil seguir buscando comprensión para sus ronquidos porque,
en bañador, es imposible encontrar algo en los bolsillos.
Observé a mi mujer con cierta tristeza y decidí enterrarla del todo. Siempre he sido
débil para el vicio y no sería correcto dejar de serlo ante la atractiva
perspectiva que me aguardaba. La labor fue ardua, sus cien kilos necesitaban
mucha arena para dejar de ofender a un mundo anoréxico, pero reconozco que el
trabajo era recompensado por la idea de poseer aquellos labios que vibraban con
el anuncio de mis futuros besos. Cuando acabé de cubrirla, giré exhausto hacia
la promesa de mi sueño y... ¡la chica había desaparecido! Empujado por una
irrefrenable lascivia corrí por las
dunas, por el agua, entre las palmeras...
ni siquiera hallé el rastro de uno de sus pies, ni siquiera el leve
rumor que creaban sus brazos con la brisa.
Me encontraba solo en aquella playa que ahora se cernía sobre mí como un
aterrador infierno.
Jamás he sido un
hombre afortunado en mis encuentros sexuales. Mi mujer solía decirme... ¿Mi
mujer? Aún había una posibilidad de espantar la soledad. Luché por
desenterrarla. Sí, de acuerdo, era gorda y roncaba, pero ¡coño era mía! Y
además, todas las noches me daba un beso.
Excavé en la arena
denodadamente, rezando por volver a deleitarme con el dulce sonido de su
respiración y que yo, en un momento de ofuscación, había confundido con unos
desagradables ronquidos; pero por desgracia no conseguía encontrar su cuerpo. La
gente realiza esfuerzos sobrehumanos para perder unos kilos, y yo acababa de
perder cien en unos pocos segundos. Maldije mi mala suerte hasta que unas risas
me golpearon con saña en los tímpanos. Era ella, mi esposa, y por cierto,
juraría que había adelgazado sospechosamente. Hacía el amor con un escultural
mulato al que jaleaba como nunca había hecho conmigo. Su cuerpo se rompía en
giros voluptuosos, en escorzos de placer. Indudablemente había adelgazado,
sería imposible que realizara tales movimientos con los kilos que dejaba en mis
manos cuando hacíamos uso del matrimonio. Sentí una sensación de fracaso que me
hundió los hombros, no sólo porque hiciera con otro hombre lo que nunca había
hecho conmigo, sino porque estaba convencido de que había adelgazado para él.
Yo debía aburrirla tanto que no le importaba ofrecerme su cuerpo saturado de
grasas. De su boca comenzaron a salir
tales alabanzas que la mía se llenó de un líquido agrio y espeso que apenas
podía escupir. Detrás de mí, un negro gigante me miraba con fruición. Cuando
sentí sus manos aferrándose por detrás a mis hombros, comprendí que ya era demasiado tarde
para huir de un sueño ajeno, y que es muy peligroso adentrarse en sueños que no
nos pertenecen. Perdonen. Voy a intentar relajarme.
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