Supe
de la mañana porque busqué su pie entre las sábanas y no lo encontré. Siempre
había sido insolidario con mis necesidades pero ese fue el pisotón que hinchó
el juanete.
Salí a la calle con la
urgencia que imprime perder la frontera que separa la soledad del cariño. La
primera zapatería estaba desierta, era demasiado temprano para que un
establecimiento de lujo tuviera clientes; en la de la plaza, dos señoras se
probaban chanclas en unos pies achatados y con las uñas descascarilladas en un
rojo anterior a la crisis. No niego que me impacientara pero no perdí los
nervios.
La suerte me sonrió en la zapatería de la avenida: un hombre se
probaba unos náuticos. Tenía el pie estilizado, elegante, sin rozaduras. Los
dedos poseían la proporción adecuada para infundir serenidad. Era un pie con
clase, de los que lucen en unos mocasines de piel o en unas sandalias de
verano. Me senté y quitándome un zapato coloqué mi pie al lado del suyo. Hacían
buena pareja. Los meñiques hicieron un leve movimiento de sorpresa al verse
juntos en el espejo del suelo. Ese detalle me hizo albergar esperanzas. Luego
todo ocurrió muy deprisa, el señor me miró y yo le sonreí.
No recuerdo quien invitó al otro a ir al podólogo, pero nuestras huellas ya no se separaron.
¡Cuánto amor hay en el
roce de un pie!
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