Ignoro
si habéis sentido una soledad de siglos aposentándose como una fina capa en
vuestra piel. Yo sí. Hasta que descubrí el amor en su mirada. Acudía todos los
miércoles a las cinco en punto, se sentaba frente a mí y, en silencio, recorría
mi cuerpo con una ternura que desbordaba en deseo. Qué tediosa transcurría la
semana aguardando que llegara el momento en que nuestros ojos se prometieran el
mundo. Qué tristes los minutos desde que ayer, miércoles, en vez de revivir
en sus sueños he llorado en su tragedia. Permitidme unas lágrimas antes de
continuar.
Ayer no vino y en su lugar, a las cinco en
punto, un muchacho barbilampiño y desaseado dejó frente a mí un ramillete de
violetas sujeto con un crespón negro. Quizá esa sea la maldición de mi vida, no
poder disfrutar de las caricias de un hombre por el que sería capaz de saltarme
todos los convencionalismos burgueses.
-. Cayetana, ponte el
vestido y vámonos.
Al oír aquella voz sentí
un frío que atravesó el lienzo, un frío como no había sentido desde 1802.
Allí estaba, dentro del cuadro, tendiéndome un vestido de seda con su mano
derecha y una maravillosa sonrisa oscilando en su amor. El agujero de bala en la sien apenas se le notaba. Pero, ¿qué ocurriría si me
levantaba del diván y abandonaba el cuadro? Pensé en Goya, en el museo, en mis
descendientes, en la herencia, en…
-. Piensa en ti.
¡Qué diablos tenía razón! Pensé en mí y haciéndome un ovillo en sus brazos abandoné la historia.
Después de todo, la persona que no
ha hecho una locura por amor no merece ser amada.
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