En aquellos tiempos los
lobos sólo devoraban vientos, y había hombres que, olvidando su condición, se
enriquecían requisando sonrisas a sus semejantes. Los desterrados ocultaban sus
rostros con telas para no mostrar su dolor al mundo, pero consentían el hurto
ya que el miedo se había acomodado en sus renqueantes huesos.
Cuando el padre de
Jalid fue desahuciado de la vida, el muchacho, que sólo tenía soledades para
acallar las tripas, se encontró por toda
herencia un trozo de madera en el que rezaba, grabada a fuego, una enigmática
frase:
Entregué
mi amor a la penitencia, bajo los pies del traidor hallarás la salvación del
mundo.
Jalid, por respeto a su
padre, decidió emprender la búsqueda antes de abandonar aquellas tierras yermas
de cariño. Rastreó infructuosamente durante cuatro años, dos meses y quince días. Hasta que
una mañana de otoño, cuando la luz ya guardaba las tinieblas en su arcón, halló el tesoro enterrado bajo la raíces de
un árbol de Judas en el bosque de los Penitentes. Era una sonrisa envuelta en
papel de seda. Una sonrisa amplia, generosa, que encajó con dificultad en su
boca de quince años, pero que iluminó de tal modo su rostro que el sol palideció
asombrado.
No necesitó nada más. A
la salida del bosque, un grupo de desterrados que habían acudido por el reflejo
de los destellos, se le unió con torpeza. Les costaba instalar una sonrisa
semejante en sus labios, algunos los retorcían con esfuerzo formando muecas
angustiosas o incluso divertidas, pero lentamente fueron acoplándolas hasta
relegar la tristeza de sus miradas. El número de sonrisas fue creciendo de
manera tan insospechada, que los requisadores se asustaron por el ingente
trabajo que les aguardaba y por la inutilidad de arrebatárselas, puesto que
allá donde requisaban cien sonrisas, surgían ciento una, allá donde intentaban
imponer su miedo, eran recibidos por miles de sonrisas que les tendían su
alegría. Los árboles sonreían, los animales sonreían, hasta las piedras emitían
carcajadas graníticas.
Los requisadores
huyeron de la tierra como el humo postrero de una hoguera, y los hombres se dieron
cuenta de que una sonrisa ahuyenta los miedos y te regala el mundo.
No permitas que te
borren la sonrisa.
Qué historia tan esperanzadora y hermosa...
ResponderEliminarOjala y fuera verdad y sólo con esbozar una amplia sonrisa se les fuera el hambre, soledad y dolor, a tantos y tantos niños que mueren en este "magnifico" mundo, donde sólo los hombres de corbata y un Mercedes en la puerta, sobreviven.
Ojala, Alfredo. Esos mismos niños pudieran leer esta misma historia porque al menos morirían con una gran sonrisa en sus bocas hambrientas.
Me encantó tu historia.
Gracias, Frank, pero si unimos nuestras sonrisas seguro que derrotaremos a los que provocan tanta miseria. Un abrazo.
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