Erase una vez un hombre
bueno que de entre los diversos deseos que lo identificaban, eligió el de
hallar la Sabiduría, no obstante había
escuchado a los Ancianos que con ella se adquiría un gran poder, y pensó,
tras algunas cavilaciones ligeras y dos bastantes profundas, que sería
maravilloso recibir tal don para poder ayudar a los demás, por supuesto eliminó
con rotundidad cualquier idea egoísta que acarreara dominar esa preciada
cualidad, aunque en la frontera de sus pensamientos no consideró oportuno entregar
el pasaporte del prestigio que le otorgaría ante su pueblo.
Nada más amanecer se desperezaba con tal premura
que los bostezos se descolgaban de sus labios sin cerrar la boca, y apenas cruzados unos buenos días, se encerraba
con vehemencia entre libros, tratados, manuales, epítomes y compendios, para
hallar en la palabra de los Maestros aquél tesoro con el que lograría cambiar
su vida y la de sus seres queridos. (La idea de salvar a la humanidad surgiría
mas tarde, bajo las presiones de unas fiebres inesperadas y una lectura
precipitada del Apocalipsis). Tamaña obsesión implicó que no prestara atención a
su familia ni a sus amigos, y que comenzara a germinar en su corazón una
sensación de soledad incandescente que entristecía su respiración puesto que
ninguno compartía su afán por desentrañar los misterios insondables del alma humana.
Pero él no se permitió ni un leve retroceso en el empeño, muy al contrario,
cada día se mostraba más inaccesible a las críticas de sus allegados, críticas
que lo empujaron a una conclusión: ya que ni él les convencía con sus explicaciones,
ni ellos querían comprender el tremendo beneficio que les iba a transmitir con
su hallazgo, lo mejor sería construir ciertas barreras para impedir el desaliento
de la censura ignorante.
Cuando los libros
dejaron de encerrar secretos para su conocimiento, le sobrecogió un sueño: la
Sabiduría debía obtenerla en la naturaleza, no en una desvencijada biblioteca.
Y allá que se lanzó dispuesto a atravesar montes, valles y ríos para salir al
paso de tan esquiva fortuna. Pero una tarde, cuando el mundo no era más que un
sendero por el que ya había transitado, y a veces enfermo, las piernas
doloridas le avisaron de que la vejez estaba llamando a su puerta sin ninguna
consideración, y reconoció entonces con un amargo desencanto, que había errado
en cada uno de sus pasos, que estaba pasando de puntillas por su vida y por la
de su familia, y que el único camino que debía recorrer era el de vuelta a
casa.
En la aldea todos le
recibieron con alegría y, desbordado por el inesperado entusiasmo, no pudo por
más que devolver el amor que le mostraban ocupándose de las carencias que
habían anidado en sus amigos durante su ausencia. Prestó oídos a los que necesitaban
ser escuchados, enjugó lágrimas de los que querían desahogarse, incluso regaló
sonrisas a aquellos que las habían perdido. Con el transcurrir de los meses se
convirtió en una persona totalmente diferente, no sólo por los años acumulados
en los hombros hasta encorvarle el aliento, sino por la falta de horas para
aventurarse en desentrañar tesoros ocultos dado que mucha gente lo reclamaba a
su lado; tanta escasez ajena le
impedía preocuparse por sí mismo pero le había regalado un esfuerzo extra para poder
entregarse con regocijo a los demás.
-. He recorrido la
tierra en pos de algo tan valioso, que sólo he podido hallarlo en vuestra mirada. – Fueron
sus últimas y sabias palabras.
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