Nunca
amanece en mi hombro derecho.
Es un acantilado oscuro como un adiós,
una pared hueca donde no existe la lluvia
donde mis dedos te persiguen
vaciando relojes de arena.
He rellenado con malas costumbres los bordes,
aquellas que mentías en mi boca
cuando la locura era un roce
y vivir una excusa para colgar la luna en tu pecho.
En la tristeza de este hombro ciego
las cenizas me llevan al mar,
a rodearlo de espuma
para que no busque tu rostro
en los patios ocultos del agua,
en el insomnio de mis labios
cuando se vuelven flores
al escuchar una voz
que les recuerda cómo te arrancabas el nombre
para desnudarlo en las celdas del deseo.
Nunca amanece en mi hombro derecho
pero si le hablo de ti, sonríe.
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