El
ladrón se llevó todo a lo que pudo echar mano. No había mucho en la celda del
monje, pero siempre encontraría alguna ropilla, algún objeto, un cuenco limpio
o un bastón firme, y eso se llevó el profesional del bolsillo ajeno al amparo
de la noche cómplice. El monje, alerta siempre a los ruidos de la existencia,
despertó a tiempo para ver la sombra sigilosa y comprender el despojo doméstico
al que había sido sometido. Notó las ausencias, pero miró por la ventana y sonrió al ver que su posesión más valiosa
estaba intacta. La luna blanca seguía luciendo en el telón de la noche. El
monje se dio media vuelta en su rincón y siguió durmiendo. Sus riquezas estaban
a salvo.
“Al
ladrón se le había olvidado la luna en la ventana.”
Carlos
G. Valles.
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