Como los erizos, ya
sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces
inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos.
¿Qué queda de las
alegrías y penas del amor cuando éste desaparece? Nada, o peor que nada; queda
el recuerdo de un olvido. Y menos mal cuando no lo punza la sombra de aquellas
espinas; de aquellas espinas, ya sabéis.
Donde habite el olvido,
en los vastos jardines
sin aurora;
donde yo sólo sea
memoria de una piedra
sepultada entre ortigas
sobre la cual el viento
escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
al cuerpo que designa
en brazos de los siglos,
donde el deseo no
exista.
En esa gran región
donde el amor, ángel terrible,
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de
gracia aérea mientras crece el tormento.
Allá donde termine este
afán que exige un dueño a imagen suya,
sometiendo a otra vida
su vida,
sin más horizonte que
otros ojos frente a frente.
Donde penas y dichas no
sean más que nombres,
cielo y tierra nativos
en torno de un recuerdo;
donde al fin quede
libre sin saberlo yo mismo,
disuelto en niebla, ausencia,
ausencia leve como
carne de niño.
Allá, allá lejos;
donde habite el olvido.
L. CERNUDA
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