Cuando
llegué tenía la cabeza sobre un plato de sopa fría. “Mal sitio para meditar”
pensé al ver fideos adheridos a su cara sin ninguna muestra de cariño. Era de
pelo ralo y cuerpo escaso, aunque sin duda lo que más le escaseaba era la vida;
vestía de traje y corbata, enfrente otro
plato con comida sin probar. Todo indicaba que había tenido una cita y, por
experiencia, sólo las hay de dos clases: las que acaban mal o las que arregla
un divorcio, y él ya no requería de un abogado. Un compañero me tendió una carta que llevaba
en el bolsillo interior de la chaqueta.
“Creo que ha estado
envenenándome desde el primer día. Lo sé y no me importa. La amo. Sólo necesito
pensar en sus miradas para saber que cada segundo a su lado ha merecido la pena.
Cuando nos casamos el sacerdote dijo que debía amarla hasta que la muerte nos
separase, se equivocó, la voy a amar incluso en la muerte. Ya falta poco, me
siento débil. Sé que por las noches me vigila y deseo que ocurra cuanto antes
para no hacerla esperar demasiado. Nunca le gustó esperar”.
Un tic en la mejilla
izquierda me hizo girar el cuello con rabia hacia una mujer joven que simulaba
estar afligida en un sillón. Era rubia, bella, tan fría y calculadora como un
banquero.
.- ¿Es usted su mujer? – Suavemente fue
levantando sus ojos azules desde mis zapatos hasta cruzarse con mi odio. Comprendí que ese pobre diablo hubiera descendido por ellos al infierno.
.- Soy su hija. Mi
madre falleció hace un año.
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