Caminando
por una vida que no merece ser vivida y mucho menos narrada, decidí hacer
oposiciones a falsificador para borrar las lágrimas del pasaporte y el rostro
de esas mañanas tan insolidarias que se convierten en noches sin despedirse.
Comencé falsificando
una mañana cualquiera, una mañana vulgar, con la rugosidad de las nubes acartonada
por el sol, los pájaros incitando al ejercicio y un bostezo echándome la culpa
de la madrugada. Pero yo no suelo ceder al desaliento ni cuando el amor me
destina sus aristas menos delicadas; por eso fui limando con meticulosa
paciencia la aspereza de unos nimbos que amenazaban jarrear una tormenta,
dotando a sus concavidades de color, cincelando la superficie abstracta para
crear una figura armoniosa, atractiva, incluso deseable.
Tras conseguir que un
cirro simulara unas piernas prometiendo paraísos perdidos, me embargó una
sensación extraña, de cariño recién estrenado; y ocurrió de repente, al
desprenderme de una esquirla arisca de cumulonimbo. Aquella mañana cualquiera,
se había transformado en mi mañana, una mañana alegre, preciosa, deslumbrante, y
yo… ¡La amaba! Amaba el sonido de mis manos moldeando su cuerpo celeste, amaba
la humedad que se aposentaba en mi piel, amaba su olor a domingo y su voz matinal
templada en los fracasos. Dada la fugacidad del tiempo, fui consciente de que
debía aprovechar el momento, de que ningún amor se construye en el futuro, ni
se destruye en el pasado, de que si la amaba en el presente nuestra historia
sería real. Y entregándome con pasión a la textura desconocida de la felicidad,
habité ese mundo que algunos creyentes llaman cielo.
Más tarde me di cuenta de
que había esculpido tu cuerpo.
Demasiado tarde para
dejar de amarte.
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