Observo
el silencio,
-desde
el imposible no soy mente
ni
pensamiento que deja sin noche a las rocas-
soy
voz que despierta a los no dormidos.
Ciego
ya de raíces
alimento
mis manos con lluvia,
no
hay cenizas en mi nombre
ni
ruiseñores picoteando la cruz de mis brazos,
sólo
creo en la verdad
de
una mano temblando en mi pecho.
Si
amar fuera tan fácil como destruir la tierra
-o
sangrar arcoíris
o
llenar de centellas la boca del hombre
que
hizo de nuestros sueños un violín
para
que los océanos despreciaran el mar-
amaríamos
sobre el azar de todo naufragio
y
las sombras del atardecer serían siluetas
buscando
cielos en la piel del ombligo,
desmesuradas
en el torbellino de labios,
hermosas
en extremo por el vientre de la madre
que
duerme al costado de una caricia
donde
cualquier gesto es universo.
Juntos
uniríamos esas sílabas que no existen
hasta
formar islas casi tan vírgenes
como
un verso sin el cobijo de otra nuca.
Nuestras
cinturas de primavera
-siendo
ya tahúres con el invierno-
lo
colgarían en parasoles alegres como bombillas,
y
sembrando de muslos las constelaciones
olvidaríamos
el caminar serio de los cocodrilos.
Qué
bellas latitudes
en
dos cuerpos bebiéndose el diluvio.
Oh,
loco poeta sin versos
no
te queda luz para otro amanecer,
el
reloj sin hora aguarda.
La
noche tiembla,
fulminada
por la dulce cicatriz de un melocotón
que
me hizo amar en defensa propia
-era
tanto el ruido de sus galaxias-
Me
acojo al Verbo
sin
la fatiga de crear auroras,
con
el vuelo imperfecto de las golondrinas de oriente
con
las líneas de la mano desbocadas
y
la ternura de un piano que jamás enterró sus sueños.
Los
ojos de niebla avanzan entre amapolas muertas
el
eco de su galope me sangra la frente
-es
la única melodía que los sordos oímos-
bajo
el temor de sus trompetas soy estatua sin memoria
vidas
que se suceden sin hallar la voz última
aquella
que clamando en el desierto
profetizó
que nada posee principio ni fin.
El
círculo eterno gira, terco, infinito:
Apagada la fantasía sólo queda un
aire,
un
aire que no pertenece a ningún labio
ni
al viento arrodillado ante las hortensias.
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