Que
mi pie te halle
entre las azules arenas de las nubes,
yo abandono esta batalla
exiliado de la golondrina que habitó el pecho,
aquella que insolente descifraba atardeceres
devorando el pan de mis
mejillas.
Amo tanto en el olvido
que los días no me conceden su nombre.
Se me ocurre un juego, un juego de exiliados
–o quizá
sea una vida–
se me
ocurre soñar que eras tú,
tú aquella que con los muslos, enroscados como
sortijas de barro,
dictaba el giro de mis caderas.
Tú, que inventaste el silencio de las amapolas
suplicando que el
deshielo hiciera lecho al principio de mis manos.
Tú, tan poderosa como la pluma de los cisnes,
que naciste en mi hombro de sábado y aún hoy te
miro.
Ven, instaura el sur en mi piel,
enséñame a deletrear el
fuego con tu lengua en mi voz,
acerca la primavera desde el vértigo
a quien ya te amó antes de amarte.
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